Madrileños por el mundo

Entre las millones de historias de los madrileños que poblaron estos pagos en sus más de once siglos de historia, destacan estas que, por distintos motivos, nos hablan de grandes hazañas en tierras lejanas.

Ruy González de Clavijo. Fue ayuda de cámara del rey Enrique III de Castilla. Será siempre recordado por visitar la ciudad de Samarcanda, y narrar su viaje, en los albores del siglo XV. Su misión era culminar una embajada enviada por el rey y entregar en mano una carta al gran Tamerlán (o sultán Temür). El relato de las vicisitudes de su aventura y de sus descubrimientos se considera el origen de la literatura de viajes en español.

Todo comenzó en 1396 con la victoria del turco Bayaceto sobre la Cristiandad en Necópolis. Constantinopla estaba asediada por los otomanos y el Imperio bizantino agonizaba. Cuando todo parecía perdido, apareció en escena el gran Tamerlán, señor de Samarcanda, que derrotó a los ejércitos de Bayaceto en la batalla de Angora. Los reyes cristianos encontraron en él a un potencial aliado contra el turco.

Enrique III, llamado El doliente, gustaba de enviar embajadas a otros países y había encomendado a los caballeros Payo Gómez de Sotomayor y Hernán Sánchez de Palazuelos presentarse en la batalla de Angora. Esta embajada fue muy bien acogida por el vencedor, los colmó de parabienes y halagos y los hizo acompañar en su viaje de regreso a Castilla por Mohamed Alcagi, embajador de la corte del gran Tamerlán, que portaba una carta para el rey de Castilla y numerosos regalos, entre ellos tres esclavas greco-húngaras, que acabaron desposadas con hidalgos españoles.

Como señal de agradecimiento, y ya en Castilla, Enrique III decidió devolverle el favor, y ordenó al madrileño Ruy González de Clavijo acompañar a Mohamed Alcagi en su viaje de regreso. El camarero real portaba una carta suya para Tamerlán.

El 21 de mayo de 1403 embarcó en el Puerto de Santa María una comitiva real, entre los que se encontraban, además de Clavijo, fray Alonso Páez de Santamaría, Gómez de Salazar, que moriría en el viaje, y Alfonso Fernández de Mesa. El barco en el que navegaron atravesó todo el Mediterráneo de oeste a este, cruzó el estrecho del Bósforo y llegó al mar Negro. Desde allí, el 11 de abril de 1404, se emprendió el camino por tierra y visitaron ciudades de Armenia, Anatolia, Azerbaiyán, Persia, Afganistán y, finalmente, Samarcanda en Uzbekistán, situada en el oasis del borde oriental del desierto de Kyzylkum, adonde llegaron el 8 de septiembre de 1404.

Si actualmente tenemos una imagen fiel de la Constantinopla cristiana, que aún no había caído en manos turcas, se lo debemos a la descripción que Clavijo hizo de esta ciudad así como de otras que encontró en tan extraordinario viaje. Su capacidad de descripción asombra y le sirve para tratar tanto lugares como al gran Tamerlán y su entorno de la corte. La proximidad a localizaciones bíblicas como la ciudad de Calmarín, le lleva a situar los restos del Arca de Noé en las lomas de su monte Ararat y afirmar que esta fue la primera ciudad levantada tras el Diluvio Universal.

Aunque se dice que Marco Polo ya pudiera haber estado en Samarcanda a principios del siglo XIV, el relato de Clavijo es el primer testimonio europeo del lujo de la corte timúrida.  De hecho, la descripción de las bellezas y lujos de la ciudad, ayudaron a la creación de la leyenda de Samarcanda, ciudad de la que Alejandro Magno, ya en el siglo IV, dijo que su belleza no tenía parangón en el mundo conocido.

Juan de Campos y Francisco Díaz. Uno de los hechos más meritorios de cuantos lograron españoles en la historia fue la primera circunnavegación del mundo completada por Juan Sebastián Elcano junto a 18 supervivientes. El 10 de agosto de 1519, zarparon desde Sevilla cuatro naos (Trinidad, San Antonio, Concepción, Victoria y Santiago) con 247 hombres.  La empresa que capitaneaba Fernando de Magallanes, un portugués naturalizado español, pretendía aclarar si los portugueses respetaban el tratado de Tordesillas. Se habían asentado en las islas Molucas que, según distintos cálculos, no les correspondía por encontrarse en el hemisferio reservado a España en dicho tratado.

Esta empresa se hizo bajo pabellón español pero era una misión ciertamente universal. Lo mejor de todo el mundo se embarcaba en una aventura sin parangón en la época: intentar llegar a las islas Molucas navegando hacia el oeste y tratando de encontrar un paso que permitiese salvar esa infinita extensión de terreno llamado América. La mayor parte de los embarcados como es lógico, procedía de regiones costeras. De ellos, 147 eran españoles, de los cuales casi la mitad eran andaluces. También se alistaron muchos vizcaínos, guipuzcoanos y gallegos pero entre todos ellos nos interesan dos que habían nacido lejos de la mar, concretamente en Madrid. Hablamos de Juan de Campos, de Alcalá de Henares, y Francisco Díaz, de la villa de Madrid.

Ninguno de ellos fue de los 18 que lograron regresar a España circunnavegando el orbe pese a la oposición portuguesa. Ambos murieron muy lejos de su lugar de nacimiento, pero se sabe que antes de conocer la muerte llevaron a cabo hazañas que favorecieron el éxito de la expedición y salvaron la vida de muchos de sus camaradas. Juan de Campos era el despensero de la Trinidad. Francisco Díaz de Madrid trabajaba en el mismo barco como “sobresaliente”, soldado cuya misión era proteger la tripulación una vez los barcos tocaban tierra.

El 27 de abril de 1521 falleció el almirante Fernando Magallanes cuando más de 1.500 guerreros de la isla de Mactán en Filipinas atacaron a 49 de los navegantes de la expedición. Las crónicas de Antonio Pigafetta, uno de los 18 que llegaron al final con Elcano, afirman que los filipinos esperaron en la playa a que los españoles desembarcaran. Magallanes, viendo perdida la batalla por lo exiguo de sus fuerzas, ordenó la retirada ordenada. Tras varias horas de lucha, murió el portugués de una lanzada y una flecha envenenada. Su arrojo en la batalla logró que la mayoría de sus hombres pudiesen regresar a los botes, pero no lo logró el madrileño Francisco Díaz, que con otros cinco compañeros y el capitán cubrían la retirada del resto y murieron en la empresa.

Este percance caló hondo en la expedición que, desde entonces, empezó a recelar de los nativos. Se limitaron los contactos con ellos y las bajadas a tierra lo imprescindible. Esa política redundaba en una disminución de los víveres de las naos y, cerca de Tidore en las islas Molucas, no tuvieron más remedio que hacer parada donde un grupo de nativos les hacían señas para que bajaran. Juan Campos dio un paso al frente ofreciéndose como la persona que se acercara a la costa pues creyó que, si le mataban, mejor para la expedición que muriese un despensero y no un marino.

El alcalaíno agarró un pequeño bote y se acercó solo a la costa. Para alivio de los españoles, los nativos eran cordiales y no violentos. Campos logró comprar a los indígenas el “arroz desgranado” que la tripulación necesitaba. Su vuelta desde el bote a las naos fue un clamor de victoria y un respiro para una sufrida expedición que añadió el hambre a sus desvelos, miedos y angustias.

Por desgracia, el alivio duró poco tiempo. Cuando las naos partieron rumbo a Tidore los portugueses no aceptaron su presencia y apresaron a parte de los españoles para trasladarlos a Malaca, en Indonesia. El transporte se hizo en unas barcazas de juncos que naufragaron. En una de ellas iba Juan Campos, que falleció ahogado un 1 de febrero de 1523, casi dos años después de la muerte de su compañero Francisco Díaz de Madrid.

Las vidas de estos héroes madrileños parecen extinguirse en ese océano pacífico y nada se sabe de si dejaron familia o descendientes que, en la actualidad, puedan reivindicar ser herederos de sus gestas.

Eloy Gonzalo. Nació el 1 de diciembre de 1868 y fue entregado a la Inclusa de la calle Mesón de Paredes, una institución benéfica que acogía a niños abandonados o huérfanos. Al recién nacido lo acompañaba una nota que rezaba así:

Este niño nació a las seis de la mañana. Está sin bautizar y rogamos que le ponga por nombre Eloy Gonzalo García, hijo legítimo de Luisa García, soltera, natural de Peñafiel. Abuelos maternos, Santiago y Vicenta. 

Las monjas de la Inclusa encontraron a una familia de acogida, la del guardia civil Francisco Díaz Reyes, que cuidaron a Eloy en su casa de Chapinería donde éste recibió instrucción primaria. Cuando cumplió los doce años, el patriarca se retiró y con él se fue toda la familia al pueblo de Ávila donde éste había nacido.  Estando allí murió su madre de acogida y Eloy decidió volver a Chapinería, donde sentía estaba su hogar, donde fue acogido por la familia de un tal Fermín Díaz. Con esa familia residió hasta la edad de 21 años en Chapinería dedicado a las labores del campo.

En 1889 Gonzalo se alistó en el Regimiento de Dragones de Lusitania y alcanzó el rango de cabo en tan solo dos años. Poco después todo se complicó. Según registros militares, el joven Eloy fue acusado de amenazar con una pistola a un oficial superior al que descubrió en la cama con su prometida. Gonzalo fue sometido a un consejo de guerra y condenado a doce años de prisión en Valladolid, de los que apenas cumplió dos meses.

En aquel momento las Cortes Generales proclamaron una ley de amnistía para quien, estando preso, quisiera luchar en la guerra de Cuba. Eloy solicitó «limpiar su honra, derramando la sangre por la patria» y en noviembre de 1895 embarcó con destino a La Habana.

En Cuba fue destinado a una guarnición situada en la localidad de Cascorro, muy cerca de Camagüey, en el centro de la isla. Cascorro era un enclave indefendible, y para muchos el Ejército español nunca debería haber intentado conservarlo. Era éste un objetivo muy fácil para los insurrectos cubanos y la guarnición española la formaban solo 170 hombres que tuvieron que hacer frente al ataque de 2.000 efectivos del “Ejército Liberador”.

El 22 de septiembre de 1896 los españoles hicieron frente a un estrecho cerco que duró trece días. El general cubano Calixto García, sabedor de su ventaja, propuso las condiciones para la rendición de la guarnición española, pero los españoles se negaron a aceptarlas. El capitán Neila solicitó entonces un voluntario para llevar a cabo un plan desesperado.

El plan consistía en adentrarse en las líneas enemigas y prender fuego a un bohío cercano a su posición desde la que estaban disparando a la guarnición española. Gonzalo levantó la mano para presentarse voluntario para la misión. Sabedor de su condición de huérfano consideró que su segura muerte afectaría menos a sus pocos seres queridos. Eso sí, sólo puso una condición, pidió que le ataran con una cuerda larga para que, cuando le mataran, sus compañeros pudiesen rescatar su cuerpo sin vida y lo enterraran en su Madrid natal. 

El 5 de octubre, emboscado en la oscuridad de la noche, Gonzalo, con un fusil máuser, una lata de petróleo y unas cerillas como únicas armas se adentró en la posición enemiga para prenderla fuego. Contra todo pronóstico, logró su objetivo y regresó con vida e indemne. La resistencia pudo durar varios días más y Cascorro fue liberada.

Gonzalo se convirtió en un héroe nacional. Le condecoraron y, desde ese momento, participó en muchas otras operaciones más en la región de Matanzas, eliminando varios reductos rebeldes. Eloy Gonzalo falleció el 18 de junio de 1897 en el hospital de Matanzas debido a una dolencia intestinal. Acabó dando su vida allí donde ya era inevitable una dolorosa derrota.

Ángel Sanz Briz. Quizás el nombre no les suene porque es más conocido como el “Schindler español” o el “Ángel de Budapest”. Este madrileño llegó a Budapest en 1942, en plena II Guerra Mundial, y asumiría, como Encargado de Negocios, la jefatura de la misión diplomática española. Allí tuvo que afrontar los difíciles retos que conllevaba gestionar una embajada de un país neutral allí donde la guerra se cebó con los más indefensos.

Los testimonios de quienes vivieron allí y en ese momento son estremecedores. Sobre la población judía se cernía la amenaza de ser deportados a campos de exterminio nazis y Sanz Briz hizo todo lo que estuvo en su mano para salvar cuantos judíos fueran posibles. Basado en un Real Decreto de tiempos de Alfonso XIII, que permitía obtener la ciudadanía española a judíos sefardíes, el embajador comenzó una incesante labor de emisión de pasaportes españoles y salvoconductos a los que lo necesitaran. La embajada española, que el regía, consiguió salvar la vida a más de 5.200 judíos húngaros y procuraba también alojamiento a quienes necesitaran cobijo y protección.

Estos pasaportes españoles, en un principio, se reservaban sólo a los judíos de origen sefardí pero, según iba derivando la persecución a los judíos, se expedían a cuanto judío lo pidiera. En homenaje a su legado, Sanz-Briz cuenta con una placa de recuerdo en su residencia de la calle Velázquez y existe una avenida con su nombre en el distrito de Latina. La Alcaldía de Budapest, por su parte, le dedicó una calle al «Ángel de Budapest» en el distrito III.